miércoles, 8 de junio de 2011

“¿DÓNDE VA EL CRISTIANISMO?”

Estimados les dejamos un articulo muy lindo para reflexionar...


 La vía de la martyría corresponde a una renovada exigencia de espiritualidad que surge del cumplimiento de la parábola de la época moderna. La modernidad había contrapuesto la verdad universal y necesaria de la razón a la verdad contingente de la vida, favoreciendo en teología ese divorcio entre reflexión y espiritualidad, que la había convertido en algo más bien árido e intelectualista, caracterizando al mismo tiempo la espiritualidad en sentido más bien sentimental e intimista. La época postmoderna empuja a superar esta zanja: la alternativa que la fe opone a las ideologías está precisamente en la posibilidad de experimentar una relación personal con la Verdad, alimentada de escucha y de diálogo con el Dios vivo. La Verdad no es algo que se posee, sino Alguien del que dejarse poseer, El que es en persona el universale concretum, el Cristo que une en sí el cielo y la tierra, la eternidad y el tiempo. Lejos de aparecer como huida del mundo, según la crítica de moda en los años de la ideología rampante, la dimensión contemplativa de la vida y la espiritualidad del seguimiento del Crucificado Resucitado parecen ofrecerse como reserva de integridad humana y de auténtica sociabilidad.
Concretamente, esto significa que frente a la caída de los grandes horizontes de sentido, propios de la modernidad, los creyentes están llamados, sobre todo, a testimoniar a Cristo, calificándose como sus discípulos, apasionados de su Verdad, que libera y salva. Más que nunca hace falta que digan con la vida que hay razones para vivir y para vivir juntos, y que estas razones no están en nosotros mismos, sino en aquel último horizonte, que la fe reconoce revelado y dado por Aquel que es la Palabra salida del eterno Silencio de Dios. Se trata de volver al primado de Dios en la fe, elaborando una teología que sea propia y fielmente «teológica» y teniendo el corazón y la mente atentos al último horizonte, que en Cristo ha sido revelado y ofrecido al mundo. Se trata de vivir la memoria del “Dios con nosotros”, apostando sobre Él la entera existencia. Se necesitan cristianos adultos, convencidos de su fe, expertos en la vida según el Espíritu, prontos a dar razón de su esperanza.
También con base en estas consideraciones, se puede suponer que el futuro del cristianismo (y de la teología con él) o será más marcadamente espiritual y místico o podrá contribuir bien poco a la superación de la crisis y al cambio del mundo.

Junto a la vía de la martyría, la de la koinonía corresponde a la nostalgia de unidad que, aun en forma ambigua y compleja, se asoma en los procesos de «globalización » del planeta. En particular, en Europa -cuna de las divisiones entre los cristianos- la disgregación seguida tras la caída del muro de Berlín y el emerger violento de los regionalismos y de los nacionalismos desafían la Iglesia a que se ponga como signo e instrumento de reconciliación entre ellos, y al servicio de sus pueblos. Los discípulos de la Verdad que salva están llamados a estar en comunión con Ella, y a ser testigos de la compañía del Dios con nosotros.
No se construye el mañana de Dios en el presente de los hombres a través de aventuras solitarias o huidas de la común responsabilidad: tampoco el pensamiento de la fe puede declararse fuera de la responsabilidad eclesial, porque la teología nace de la comunión y se pone al servicio de la comunión. La «multitud de soledades» es el producto típico del nihilismo de la postmodernidad: en relación con ella, a los cristianos se les pide que testimonien, de manera coral, la posibilidad de estar juntos.
Quererse Iglesia, amar la Iglesia, y hacer que la Iglesia sea comunidad habitable, acogedora, atractiva, donde uno se sienta escuchado, respetado, personalmente reconciliado en la caridad. El mundo surgido del naufragio de los totalitarismos ideológicos tiene más que nunca necesidad de esta caridad concreta, discreta y solidaria, que sabe hacerse compañía durante la vida y sabe hacer camino en comunión. En este contexto, emerge una nueva atención a la «catolicidad», entendida sea según su significado de universalidad geográfica -hecho más que nunca actual por los procesos de «globalización» del planeta-, sea según el sentido de plenitud y totalidad, que devuelve a la integridad de la fe y de la actualización plena de la memoria de Cristo: no se debe dudar, en resumen, en reconocer que el futuro cristianismo o será más «católico» (en el sentido teológico fuerte), o correrá el riesgo de una total irrelevancia en orden a la salvación del mundo.

Finalmente, la diakonía de la caridad vivida en el empeño por la justicia, la paz y la salvaguarda de lo creado, aparece como la tercera gran prioridad para los cristianos de los inicios del tercer milenio.
El entrecruzamiento de los desafíos de la justicia social con los de las relaciones internacionales de dependencia y con la cuestión ecológica, aparece con gran claridad cuando se consideran los procesos desde la óptica de la «globalización»: los cristianos, presentes en los contextos más diversos del planeta, son ciertamente protagonistas privilegiados para tener despierta una conciencia crítica atenta a defender la calidad de vida para todos, y capaz de hacerse voz especialmente de quienes no tienen voz, y de hacer frente a las lógicas exclusivamente egoístas de muchas de las grandes agencias de poder económico y político en el plano mundial.
En este empeño, los creyentes no deberán contar con otros medios que los de su testimonio y los de la vitalidad de su fe y actuación evangélica. Los cambios acaecidos, sobre todo en los últimos decenios del siglo a nivel planetario, exigen a todas las iglesias no solo que hagan propia la denuncia del sistema inicuo de dependencias que rige las relaciones especialmente entre el Norte y el Sur del mundo, sino también que contribuyan a concretar una vía económico-política que supere tanto la rigidez del colectivismo y de sus quiebras históricas, como los egoísmos miopes de un capitalismo absolutista y centralizador (vía indicada por la Centesimas armas de Juan Pablo II).
No menos urgente aparece después el despertar de la conciencia de la responsabilidad ecológica, y la profundización de una espiritualidad que tenga a la vez el compromiso por la justicia, la paz y la salvaguarda de lo creado. Los cristianos estarán cada vez más llamados a hacerse siervos por amor, viviendo el éxodo de sí mismo sin retorno en el seguimiento del Abandonado, haciendo camino en comunión, solidarios especialmente con los más débiles y con los más pobres entre sus compañeros de camino. Si Cristo está en el centro de la vida de la Iglesia, entonces ella no podrá declararse fuera de la historia de sufrimiento y de lágrimas en que Él ha venido, y donde ha clavado su Cruz para extender el poder de su victoria pascual.
Ciertamente, este estilo de participación y de servicio solidario comportará también, -tanto en el plano del pensamiento como en el de la vida vivida-, la necesidad de tomar posición y de denunciar la injusticia y el pecado, que en ella subyace: amar concretamente a los hombres significa también volver del revés su modo de actuar. Se trata en cada caso de poner en primer lugar no un interés mundano o un cálculo político, sino el exclusivo interés por la causa de la verdad de Cristo y de su justicia; se trata de jugarse la vida en su nombre, comprometiéndola con el testimonio, llevando la cruz si es necesario, buscando siempre con todos la vía de la comunión.
A la fe vivida y pensada de los cristianos se le pide entonces la audacia de las ideas y de los gestos significativos e inequívocos de caridad y de justicia en el seguimiento del Abandonado de la Cruz: el cristianismo del tercer milenio o será más creíble por la caridad y por el servicio que inspira, o será muy poco escuchado en el corazón de los náufragos del «siglo breve», que siguen -a pesar de todo- buscando el sentido perdido, capaz de dar sabor a la vida y a la historia, como solo Cristo en su amor crucificado ha sabido hacer...
                       Forte Bruno.

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